“La configuración de las modernas relaciones internacionales se inició tras la Guerra de los Treinta Años con los Tratados de Westfalia (1648) […] una cambiante combinación de alianzas entre las grandes potencias europeas, como Austria, Prusia, Gran Bretaña, y Francia, cuyo principal objetivo era evitar la hegemonía de una de ellas o de un bloque estable de alguna de ellas”. (Wikipedia. Artículo: “Equilibrio Europeo”).
Como se explica en esta introducción recibe el nombre de “Equilibrio Europeo” el sistema de relaciones internacionales que rige en Europa desde la Paz de Westfalia (1648), que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, de la que estuvimos hablando la semana pasada. Aunque hay autores que usan esa denominación de una forma mucho más restrictiva, para referirse sólo al período 1648-1789.
La característica fundamental que define a éste es el liderazgo compartido que ejerce un grupo de países (de número variable, dependiendo de las diversas coyunturas históricas) sobre la ecúmene europea, vigilándose mutuamente y procurando que ninguno de ellos llegue a alcanzar la suficiente ventaja sobre los demás como para poderle permitir ejercer el papel hegemónico que la España de los Habsburgo había venido desempeñando hasta el estallido del conflicto citado.
El equilibrio de fuerzas es una característica intrínseca de la europeidad. En realidad, el período de la hegemonía política de los Habsburgo a través de la alianza austro-española (1517-1618) es una excepción en la milenaria historia de nuestra ecúmene, que descansaba sobre un pacto contra natura que perjudicaba objetivamente los intereses tanto de España como del resto de pueblos europeos, por eso en su día hablé del “Engendro” político de los Habsburgo. Ese fue uno más de los muchos intentos de someter a los pueblos que hemos sufrido, liderado por alguno de los numerosos grupos oligárquicos que, a lo largo del tiempo, han intentado construir una estructura imperial europea.
Ya hemos visto como una de las pocas que han conseguido sobrevivir durante siglos por estas latitudes fue la romana, y ésta no fue una organización propiamente europea sino mediterránea. En el Mar Mediterráneo sí que ha habido a lo largo del tiempo organizaciones que podemos denominar imperios y que han sido capaces de sobrevivir durante muchas generaciones: egipcios, cartagineses, romanos, bizantinos, árabes, aragoneses, españoles, turcos…
Sin embargo los intentos de unidad llamemos “continentales” han fracasado todos históricamente, uno detrás de otro: Carlomagno, los otones, los Habsburgo, Napoleón, Bismarck, Hitler… Fíjense como aquí podemos usar los nombres propios de los dirigentes que lo pretendieron -porque no sobrevivieron a sus grupos fundadores- mientras que si miramos al Mediterráneo habrá que usar nombre del país correspondiente porque esos impulsos sí que fueron capaces de sobrevivir a su período fundacional, es más, estuvieron expandiéndose durante generaciones.
Vemos, por tanto, que cuando la pretensión de formar una macro estructura política surge en algún país ribereño del Mediterráneo tiene muchas más posibilidades de consolidarse que cuando lo hace lejos de este mar, centrado en algún punto de la masa continental del occidente euroasiático.
La dinámica de la europeidad nos recuerda, en cierta medida, a la de las polis griegas de la antigüedad. A una escala más amplia, las naciones-estado europeas que surgieron en la época del Renacimiento replican el comportamiento de éstas en su fase previa al Imperio de Alejandro Magno. Como ellas protagonizaron una expansión colonial por el mundo, difundiendo así su legado, que pudo trascender los límites de su patria originaria. Como ellas sólo han sido capaces de coaligarse para hacer frente a las amenazas colectivas y, siempre, reservándose el derecho a redefinir en cualquier momento su política de alianzas. Como ellas siempre tuvieron un grupo de países con una vocación más continental o terrestre enfrentado a otro más centrado en su proyección marítima y ultra continental. Como ellas, pese a lo cambiante de las alianzas, hubo una coalición más o menos recurrente entre los países más terrestres y otra entre los más marítimos dentro del conjunto.
El Sistema del Equilibrio Europeo viene funcionando, de una u otra manera y aunque no reciba ese nombre, desde la caída del Imperio Romano de Occidente, allá por el siglo V de nuestra era. El primer intento hegemonista serio que se produjo en la zona fue el Imperio de Carlomagno, a finales del siglo VIII y principios del IX. Desde entonces existe en su seno un proyecto de unificación política que vuelve una y otra vez cada cierto tiempo a intentarlo. A lo largo de la Edad Media ese proyecto -esa idea de Europa que intenta abrirse paso- tuvo dos focos permanentes de los que venimos hablando desde hace bastante tiempo: uno más “espiritual” o religioso (el Papado) y otro más “temporal” o político (el Imperio). Dos focos situados respectivamente en Italia y en Alemania, precisamente las dos “naciones” europeas que más tarde y de manera más dramática alcanzaron finalmente su unidad política, los dos núcleos que libraron un largo duelo militar en la antigüedad a lo largo de los frentes renano y danubiano (el viejo “Limes” romano).
Esa rivalidad romano-germánica, espiritual-temporal, religioso-política, ha marcado para siempre la manera de ser de las sociedades europeas, instaurando en lo más hondo de la conciencia de sus individuos una dualidad entre ambas esferas que marca la diferencia entre lo público y lo privado, entre la razón y la fe. Ha construido un mundo de ámbitos estancos y fragmentarios, con límites perfectamente definidos que han encorsetado el alma humana dentro de las convenciones sociales, obligándola a manifestarse de manera muy medida y reglamentada.
Esa forma de insertarse los distintos individuos en la sociedad es congruente con la compleja estructura política que hemos ido desplegando a lo largo del tiempo en la ecúmene europea, en cuya construcción los españoles participamos muy activamente, tal y como describí en el artículo “La estructura del Sistema Europeo”[1]. El esqueleto que sostuvo y sostiene esa estructura que aísla a los diferentes “órganos”, discurre por todas las zonas que a lo largo de los siglos han desempeñado una función fronteriza. Por su parte, los estados demográficamente más potentes y/o con una personalidad histórica más marcada se ha ido especializando, apropiándose cada uno un nicho diferente dentro del ecosistema europeo. A lo largo de los últimos meses he ido describiendo algunas de estas funciones: “El Cordón Sanitario Europeo”[2], “La `función borgoñona´”[3], “La Torre de marfil europea”[4], “La Camisa de Fuerza francesa”[5]…
La fuerte especialización que ha generado este sistema europeo, que se proyecta sobre la psicología de los individuos a través de ese fuerte autocontrol del que hablé algo más arriba, ha creado un tipo humano que se presta bastante al desempeño de roles estructurales, propio de los mandos intermedios o de los técnicos especializados. Este tejido social ha permitido levantar poderosos imperios coloniales y el despliegue tecnológico que nos ha traído hasta aquí pero, como contrapartida, nos ha ido insertando en el engranaje de la maquinaria hasta el punto de transformarnos a cada uno de nosotros en una pieza más de la misma, convirtiéndonos en meros objetos al servicio de ese aparato gigantesco que recibe el nombre de “Europa”. Nos ha convertido en cosas, en una parte de ese mundo artificial construido por los hombres que cada vez nos aleja más de la naturaleza en la que el alma humana surgió.
Contra el intento de instrumentalización de los individuos que en los tiempos medievales perseguían el Papado y el Imperio se rebelaron los distintos grupos “heréticos” cristianos. Pero la aceptación del desafío militar católico por parte de los grupos más numerosos y potentes del protestantismo[6] reintrodujo a los “rebeldes” dentro de la estructura, asignándoles un papel preeminente dentro de ella. Y los que debían liberar al mundo se convirtieron en una parte de la estructura opresora. Las corrientes protestantes se alejaron del mensaje evangélico y se acercaron al discurso del “pueblo elegido”, en el que los calvinistas se llevaron la palma. Y se empezó a hablar de predestinación, es decir, de roles innatos asignados a cada hombre por el Dios omnipotente –supuestamente universal- que, sin embargo, se había transmutado en el Dios Lar del hombre blanco. Y el núcleo duro europeo (la “Torre de Marfil”[7]) se transformó en la “Nueva Jerusalén” del Apocalipsis.
A partir de entonces se deslindaron de manera nítida los ámbitos de lo público y de lo privado, quedando la religión integrada dentro de este último y segregada de las esferas más profesionales. En su vida social el hombre se volcó sobre las realizaciones más materiales vinculadas a su oficio o su negocio. Y los humanos terminaron idolatrando sus propias obras, reservando un lugar destacado para las máquinas y la tecnología. Buscaron dentro de su subconsciente las categorías mentales o las actitudes que les permitieran enfrentar el nuevo tiempo, y las encontraron en el viejo pensamiento mágico de los chamanes prehistóricos que aún seguía vivo, en especial entre los pueblos que se habían incorporado más tarde a la civilización y habían interiorizado menos la ética colectiva que surgió en el seno de los imperios antiguos, en los pueblos que cristalizaron en medio de una poderosa estructura política, demográficamente potente, con ciudades populosas, vida comercial activa y grandes filósofos preguntándose cual era nuestra función en la Tierra, proponiendo una ética de aplicación universal que sirviera para ordenar la vida de pueblos en los que vivían decenas de millones de personas que obedecían a la misma autoridad política.
El espíritu de los chamanes prehistóricos abrió la puerta de los aprendices de brujo de la Revolución Industrial y entramos en un proceso de aceleración histórica en el que vaciamos nuestra alma interior sobre un exterior que nos ofrece cada vez más objetos, cada vez más complejos, que nos exigen una actitud de verdadera adoración, como los viejos ídolos de la antigüedad. Se supone que aquella idolatría fue la que el cristianismo nos permitió superar hace ya dos mil años.
En nuestro artículo anterior estuvimos hablando sobre el conflicto militar que abrió la puerta del Equilibrio Europeo en su forma más clásica. Desde entonces se han producido varios intentos hegemonistas en Europa que se han saldado siempre con un baño de sangre. Las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales los han ido abortando, como en el siglo XVII la Guerra de los Treinta Años puso fin al proyecto hegemonista de los Habsburgo. Hoy, como ayer, la idea de Europa intenta abrirse paso de nuevo y durante las dos últimas generaciones hemos creído estar viviendo un sueño: la construcción de un proyecto democrático supra estatal que parecía que nos iba a permitir enterrar, por primera vez en la historia, los viejos fantasmas que nos han hecho repetir, demasiadas veces ya, estas terribles historias. Pero de nuevo los oligarcas se han empeñado en imponer, como en los tiempos de los Habsburgo, otro engendro burocrático y los vientos hegemonistas vuelven a soplar desde el universo mental prusiano, como en los tiempos de Bismarck. Y cada vez que los burócratas nos imponen su ley desde una macroestructura “europea” o los hegemonistas la suya desde el corazón del “continente” resucita el viejo limes romano con sus murallas intangibles y su amargo tributo de vidas humanas.
¿Es posible que no hayamos aprendido nada de la Historia? ¿Para qué sirve toda la tecnología y todos los avances de la ciencia si sólo sabemos usarlos para conducirnos a nuevos enfrentamientos? ¿Nos pararemos alguna vez a escuchar la voz de los pueblos?
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