La edad moderna es un periodo histórico que, según la tradición historiográfica europea y occidental, se enmarca entre la edad media y la edad contemporánea. La edad moderna, como convencionalismo historiográfico —así como las connotaciones del término moderno, utilizado por primera vez por el erudito alemán de finales del siglo XVII Cristophorus Cellarius—, responde en su origen a una concepción lineal y optimista de la historia y a una visión euro centrista del mundo y del desarrollo histórico. A pesar de ser aceptada comúnmente en los medios académicos occidentales como marco referencial, será objeto de una amplia reflexión entre los historiadores a lo largo del siglo XX en torno a su amplitud y sus límites cronológicos, sus escenarios geográficos, su alcance semántico y los fundamentos de la modernidad, entre sus aspectos esenciales.
El siglo XVII representó el apogeo de la mentalidad moderna, caracterizado por el absolutismo monárquico el triunfo del mercantilismo, la revolución intelectual y las guerras de religión.
El despotismo real fue consecuencia de una evolución gradual que adquirió características peculiares en cada región.
Fue sobre todo en los órdenes jurídico, económico y administrativo, donde la monarquía trabajó arduamente, afín de reducir los anacronismos que separaban a la realidad, de las instituciones vigentes. Estas circunstancias fueron el fomento de los nuevos ideales políticos que reflejaban de manera especial el deseo de contar con estabilidad y protección frente a la confusión y el caos producido por permanentes luchas.
El orden y seguridad fueron considerados más importantes que la libertad y los monarcas reconocieron su derecho divino para gobernar, cuyo correlato era la obediencia ciega de sus súbditos.
La nueva política económica: mercantilismo, apoyaba la intervención estatal por considerarla factor propicio para aumentar la prosperidad comercial.
Alcanzó nivel mundial, ampliando las bases del capitalismo, al valorizar las actividades lucrativas subrayar el poder del dinero y considerar a la competencia como el fundamento de la vida económica.
Desde el punto de vista social, la característica saliente fue la ascensión de la burguesía, favorecida por su poderío económico y su creciente alianza con la monarquía.
Otros cambios sociales destacados fueron el crecimiento demográfico y el debilitamiento sostenido de la aristocracia.
El progreso intelectual fue una revolución; varios factores contribuyeron a su advenimiento:
Las ideas renacentistas
Nueva visión del mundo aportado por los descubrimientos
Revalorización de la matemática antigua.
La necesidad de un método válido y confiable apareció como una exigencia fundamental para el quehacer científico.
Los espíritus más progresistas se dispusieron a buscar nuevos criterios metodológicos.
Los límites espaciales y cronológicos del mundo moderno
El prisma eurocentrista desde el que se concibe la edad moderna es la consecuencia de la valoración que el pensamiento europeo-occidental ha hecho de unos procesos básicos y característicos de la cristiandad occidental a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. En este sentido, la geografía de la modernidad estará delimitada por Europa, concretamente Europa occidental, y por la magnitud de la expansión de su civilización desde el inicio de los tiempos modernos.
Pero la conceptualización del mundo moderno y sus límites espaciales y cronológicos son objeto de diferentes aproximaciones desde la propia historiografía de Europa occidental. La historiografía tradicional francesa, por su lado, considera que la edad moderna transcurre entre los siglos XVI y XVIII, situando sus comienzos en torno a la caída de Constantinopla en 1453, al descubrimiento de América en 1492 y al fenómeno cultural del renacimiento, en tanto que emplaza su final en el derrumbamiento de la vieja monarquía y el proceso revolucionario iniciado en 1789 (Revolución Francesa), con el que se iniciaba la contemporaneidad. En cambio, en la historiografía anglosajona el término `moderno' hace referencia a un periodo más prolongado y móvil. En consecuencia, la duración de los tiempos modernos tradicionalmente se ha situado tras el renacimiento, hacia el año 1600, y su final tiende a prolongarse en el tiempo hasta el siglo XX. La delimitación de su ocaso puede variar según las diferentes historiografías, en virtud del propio ritmo histórico de cada pueblo: por ejemplo, en 1848, en las naciones de Europa central; o en 1917 para Rusia.
De cualquier modo, y aunque la historiografía occidental ha tendido a situar la edad moderna entre los siglos XVI y XVIII, la consideración de acontecimientos puntuales de singular relieve en modo alguno son significativos sin la valoración de los procesos de cambio a nivel estructural en el devenir de las sociedades. Así, los inicios de la edad moderna difícilmente pueden ser comprensibles sin atender al despertar del mundo urbano en Occidente desde el siglo XIII, al clima de intenso debate religioso que preludia la Reforma iniciada en el siglo XVI, a los primeros síntomas de cambio en los comportamientos de la economía hacia formas precapitalistas o al proceso de conformación de los primeros estados modernos desde finales del siglo XV. Del mismo modo, el final de la edad moderna habrá de ser igualmente flexible en virtud de los procesos constitutivos de la quiebra y desintegración del Antiguo Régimen, cuya transición tendrá un ritmo y una duración variable según las diferentes realidades históricas de cada pueblo, y que a grosso modo podemos dilatar desde finales del siglo XVIII hasta el siglo XIX, y aún en algunos casos hasta el propio siglo XX. En consecuencia, las transiciones hacia la modernidad y hacia el fin de la misma diluyen sus límites tanto en el medioevo como en la contemporaneidad.
Los rasgos esenciales de la modernidad
La modernidad en su origen y en su esencia es un fenómeno europeo, pero la emergencia, extraversión y expansión de Europa le conferirán una dimensión mundial, a través de la presencia y la interacción de los europeos con otras civilizaciones de ultramar.
Como fenómeno esencialmente europeo los rasgos de la modernidad ilustran unas pautas de cambio profundo en la configuración del universo social, no sin variaciones según los diferentes pueblos de Europa. En el ámbito de las creencias, el hecho más elocuente del inicio de la modernidad es la quiebra de la unidad cristiana en Europa central y occidental, precedido del agitado caldo de cultivo de las herejías y las contestaciones críticas a la Iglesia romana en la baja edad media y que culmina en la Reforma protestante y el inicio de un largo ciclo de las guerras de Religión desde principios del siglo XVI. Asimismo, la secularización del saber, la consolidación de la ciencia y el avance del librepensamiento, basados en el pilar de la razón, generarán actitudes críticas hacia las religiones reveladas.
Estos cambios en la atmósfera cultural y su manifestación en los avances tecnológicos revolucionarán los hábitos materiales de las sociedades europeas y su visión y relación con el entorno a escala planetaria. Los nuevos inventos, en la navegación y en el campo militar, por citar dos ejemplos, facilitarán los descubrimientos geográficos y la apertura de nuevas rutas de navegación hacia los mercados de Extremo Oriente y hacia el Nuevo Mundo. En un plano más amplio, el nuevo marco cultural perfilado en el renacimiento y el humanismo generarán un escenario en el desarrollo del saber donde el hombre ocuparía un lugar central, cuya proyección alcanzaría su más elocuente forma de expresión en el espíritu de la Ilustración en el siglo XVIII y la configuración de Europa como paradigma de la modernidad.
Desde una perspectiva socioeconómica, la lenta pero progresiva implantación de formas protocapitalistas, vinculadas al desarrollo del mundo urbano desde los siglos XII y XIII, y el creciente peso de la actividad mercantil y artesanal en unas sociedades todavía agrarias, irán definiendo los rasgos de la sociedad capitalista. Aquellas transformaciones económicas transcurrirán paralelas al proceso de expansión de la actividad económica de los europeos en otros mercados mundiales, bien ejerciendo unas relaciones de explotación sobre sus dependencias coloniales o bien en un plano más igualitario, en primera instancia, en otras áreas del globo, como expresión de la emergencia mundial de las potencias europeas. Asimismo, conviene observar la traslación del eje de la actividad económica, y también geopolítica, desde el Mediterráneo, que no obstante seguirá jugando un papel crucial en la historia de los europeos en su relación con ultramar, hacia el Atlántico.
Las transformaciones económicas transcurrieran. parejas e indisociables a ciertos cambios en la estructura social del Antiguo Régimen. Entre éstos, el protagonismo de nuevos grupos sociales muy dinámicos en su comportamiento, tradicionalmente asimilados al complejo concepto de burguesía, los cuales recurrirán a distintas estrategias tanto de corte reformista como revolucionario para su promoción social y política y la salvaguardia de sus intereses económicos. Movimientos que no convienen simplificar y superpoder a otros fenómenos sociales que atañen a otros sectores de la población, tanto agraria como urbana, de carácter más revolucionario, como se pueden observar en el siglo XVII en el marco de la revolución inglesa; o las estrategias de los grupos tradicio.ales de poder para frenar o. Neutralizar esos movimientos mediante la cooptación de esa burguesía emergente o mediante el recurso a prácticas represivas. De cualquier modo, estas pautas de transformación social conducirían con mayor o menor celeridad y con las peculiaridades propias de cada sociedad a la antesala del ciclo de revoluciones burguesas que se iniciaría desde finales del siglo XVIII y que supondría, en términos generales, el desmantelamiento del Antiguo Régimen.
Desde la perspectiva política, el fenómeno más relevante es la configuración del Estado moderno, las primeras monarquías nacionales, las cuales se irán abriendo paso a medida que se diluya la idea medieval de imperio cristiano a lo largo de las luchas de religión del siglo XVI. El nacimiento del Estado moderno concretará la expresión de nuevas formas en la organización del poder, como la concentración del mismo en el monarca y la concepción patrimonialista del Estado, la generación de una burocracia y el crecimiento de los instrumentos de coacción, mediante el incremento del poder militar, o la aparición y consolidación de la diplomacia, conjuntamente al desarrollo de una teoría política ad hoc. Fórmulas que culminarían en el Estado absolutista del siglo XVII o en los despotismos ilustrados del siglo XVIII, pero que no pueden ocultar la complejidad de la realidad política europea y el desarrollo de modelos de gobierno alternativos, como las formas parlamentarias que se fueron implantado desde el siglo XVII en Inglaterra, y que vaticinan en la práctica y en sus teorizacio.es el posterior desarrollo del liberalismo.
En su dimensión internacional, la emergencia y la configuración de la Europa moderna perfilará una nueva visión y una inédita actitud hacia el mundo, y en esa perspectiva la modernidad implica el inicio de los encuentros, y también desencuentros, con otras civilizaciones a lo largo del globo.
Los descubrimientos geográficos y las nuevas posibilidades habilitadas por las innovaciones técnicas transformarán radicalmente la visión que del mundo tendrían los europeos. Un cambio de actitud que conjuntamente con las transformaciones socioeconómicas, culturales y políticas llevará a los europeos a expresar su extraversión hacia ultramar y concretar en el plano internacional la emergencia de Europa. En ese proceso, los europeos entrarán en contacto con otros mundos y con otras civilizaciones, no siempre con un ánimo dialogante, sino con la pretensión de imponer sus formas de civilización, o dicho de otro modo, con la intención de crear otras Europas, siempre que encontraran las circunstancias adecuadas para hacerlo. Es cierto que en el caso de América, el Nuevo Mundo se convirtió en el punto de destino de las utopías del viejo continente, pero en el plano general de la política europea hacia estas áreas, como más adelante ocurriría con la expansión europea por otros continentes, se plantearía en términos de desigualdad en favor de las metrópolis europeas.
Por último, la emergencia y la progresiva hegemonía mundial europea acabaría influyendo en el desarrollo de las relaciones internacionales, en la misma proporción que su expansión por el globo, aún lejos a finales del siglo XVIII de lo que sería la culminación de las prácticas imperialistas y de la hegemonía europea en vísperas de la I Guerra Mundial. La crisis del universalismo imperial y pontificio (la Cristianitas medieval) entre los siglos XIV y XVI dejará paso a una nueva realidad internacional europea definida por el protagonismo de los estados modernos, la pluralidad de los estados soberanos, y la configuración del `sistema de estados europeos', cuya acta de nacimiento bien puede datarse en la Paz de Westfalia de 1648. Los estados, y concretamente las grandes monarquías europeas de los siglos XVII y XVIII, serán el elemento predominante en las relaciones internacionales de la edad moderna y al designio de éstos quedará relegadas la suerte de las posesiones europeas de ultramar y las posibilidades de penetración en otros mercados extraeuropeos.
Cambios y permanencias en el mundo moderno
Buena parte de la historiografía modernista sigue manteniendo una división trifásica de la evolución de dicho periodo histórico, aunque introduciendo matices y observaciones que se han ido suscitando a medida que se ha ido revisando la historiografía tradicional occidental. En este sentido, se distingue un primer periodo, ajustado a un "largo siglo XVI", entre mediados del siglo XV y las últimas décadas del siglo XVI, de nacimiento de los tiempos modernos y en el que se comienzan a manifestar con notoria claridad los rasgos de la nueva época y la disolución del mundo medieval; un periodo de reajuste y crisis, entre las últimas décadas del siglo XVI y las décadas centrales de la segunda mitad del siglo XVII, marcado por tensiones sociales y económicas de desigual impacto en los diferentes estados, reajustes en la correlación de fuerzas entre las potencias europeas a lo largo de la guerra de los Treinta Años, y de cambios importantes en las fórmulas de organización del poder en los estados; y una tercera etapa, iniciada en las décadas finales del siglo XVII hasta las últimas décadas del siglo XVIII, con el inicio del ciclo revolucionario, caracterizado por la recuperación económica y demográfica, aunque en algunos casos perdurará el estancamiento, el desarrollo del espíritu de la Ilustración y la consolidación de dos modelos políticos (el despotismo o el absolutismo ilustrado) y la monarquía parlamentaria inglesa, junto a otros factores indicativos de cambio en términos político-ideológicos, como la Independencia estadounidense y la Revolución Francesa, o en términos socioeconómicos a raíz de las primeras manifestaciones de la industrialización en Inglaterra.
Pero en la consideración crítica de los cambios y los rasgos de la modernidad se ha de ser extremadamente cauteloso al estudiar las diferentes realidades históricas de los pueblos y los estados, considerando su propia idiosincrasia y su propio ritmo evolutivo, tanto dentro como fuera del ámbito europeo. Y asimismo, se ha de considerar el alcance social de los cambios y la inercia de las permanencias, puesto que a lo largo de la edad moderna es mucho más lo que permanece que lo que cambia respecto a la edad media, si apreciamos la estructura y los comportamientos demográficos, la naturaleza agraria de las sociedades europeas, o la naturaleza de las relaciones sociales en el marco de la sociedad estamental. La misma apreciación se puede plantear para definir los límites de la edad moderna y el inicio de la contemporaneidad en virtud de la pervivencia del Antiguo Régimen, a raíz de las pautas de cambio y continuidad en las esferas económica, social, político-ideológica y cultural, en los diferentes pueblos y dentro de las mismas sociedades nacionales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario