martes, 22 de octubre de 2013

El carácter científico de la Historia (Parte 2)


La Historia como ciencia.

Sergio Fernández Riquelme

Historiador. Universidad de Murcia.


“Al mirar al pasado, no podemos prescindir
 de nuestras propias experiencias,
acciones, pasiones y prejuicios”
(A.J. Toynbee,  prólogo a La Europa de Hitler, 1986).

A inicios del siglo XXI asistimos a una aceleración, sin precedentes, del ritmo vital de nuestra civilización. La globalización del conocimiento, la tecnificación creciente de la vida cotidiana o las nuevas formas de comunicación, más rápidas y directas que antaño, expresan cambios sociales y culturales de alcance aún por determinar. Las viejas tradiciones seculares, que vinculaban al hombre con su entorno material y espiritual parecen entrar, en ciertos países y en ciertos sectores de Occidente, en trance de desaparición; pero las nuevas formas de vivir y de pensar, propias de la modernidad, se suceden, unas a otras, sin solución de continuidad aparente, y a una velocidad que apenas deja rastros de las mismas en los anales contemporáneos.

La generación protagonista de este “tiempo histórico”, heraldo de una sociedad siempre presta al mito del progreso indefinido, comienza, empero, a hacerse preguntas sobre el presente que debe o pretende encabezar. Caídos los mitos colectivistas, desprestigiados los modelos de autoridad y jerarquía, y ensoñados por un ideal de libertad no siempre acompañado por su necesaria salvaguarda de obligaciones y responsabilidades, esta generación comienza a cuestionarse sobre las raíces de los problemas sociales y políticos no superados, los orígenes de las amenazas medioambientales difundidas globalmente, o los valores que un día fueron el referente de sus antepasados; en suma, sobre la historia que ha llevado a su época ser de una manera y no de otra.


Así pues, cada generación tiene la obligación, cuando no necesidad, de escribir su historia. Todo historiador, cronista de un presente que se agota a cada segundo, debe contar para narrarla con un aparato metodológico y una línea teórica que responda, de manera sistemática, a las preguntas que los hombres de una época lanzan sobre las posibilidades que en el pasado se dieron, y entre las que eligieron sus antepasados. La ciencia histórica, disciplina singular y “arte” tradicional[1], enseña así, con pretensiones didácticas, el camino elegido por la humanidad en su evolución cultural, a nivel local o global; descubre los límites y oportunidades que el “tiempo”, categoría esencial en la Historia, ha dado a la libertad de los hombres[2].
La tarea investigadora y didáctica del historiador, demuestra pues, generación a generación, una enorme importancia. Ya el historiador romano Polibio [c.202-c-120. C.] recordaba que “no hay profesión más útil para la instrucción del hombre que el conocimiento de las cosas pretéritas”[3]. 
Esta “instrucción” se concreta, científicamente, en el conocimiento y exposición de los “hechos históricos” como el conjunto de ideas, creencias y valores que dieron sentido a la existencia de un pueblo, de una época, de un individuo, en un tiempo concreto y en un espacio determinado. Pero la ciencia histórica no se ocupa de todos los hechos del pasado, bien representados por un personaje carismático, bien presentes en toda una colectividad definida. La “duda epistemológica” que inicia toda tarea historiográfica, parte de los intereses y paradigmas que afectan y condicionan en el presente al historiador. Por ello encontramos diversas interpretaciones y análisis, con lenguajes propios, sobre un mismo “hecho histórico”, fruto del contenido subjetivo que todo científico, como el historiador, plantea en su hipótesis de trabajo.

La finalidad de la ciencia histórica se sitúa, pues, en objetivar el contenido subjetivo presente en estos “hechos históricos”, tanto en la narración primaria de los protagonistas de los mismos, como en la interpretación secundaria de los historiadores ocupados en estos menesteres. Una objetivación que nos remite, siguiendo a Xavier Zubiri, a los tres factores propios de la experiencia de cada época: el contenido concreto (repertorio de acontecimientos o hechos históricos), la situación de partida y su horizonte histórico. Factores que proyectan el pensamiento humano, individual y colectivo, el cual siempre opera bajo las categorías intelectuales y espirituales vigentes en un espacio y tiempo concreto[4]. Ante ellos, el historiador debe interrogar al pasado sobre lo que hubo y lo que queda, en las posibilidades históricas que se plantearon y las que llegaron a germinar[5].


La objetividad de todo hecho histórico demuestra como los conceptos políticos, sociales o económicos creados por toda cultura, no son universales ni eternos; resultan instrumentos de la “razón histórica” propia de una generación consciente de su unidad y trascendencia. Poseen, utilizando una analogía orgánica, una “existencia histórica” determinada, ligada a la realidad humana que los ha generado. La finalización de su tiempo histórico, del conjunto de creencias, de sus “categorías del espíritu”, es su propio ocaso. Los conceptos con lo que se comprende la realidad del pasado representan esta naturaleza, y su agotamiento histórico viene precedido de la quiebra de los modos de pensamiento imperantes. En un proceso que pasa generalmente inadvertido a los coetáneos, no así al historiador (o por lo menos debería), la mutación del punto de vista esencial (económico, político, social, cultural) de una generación, y que da carácter a una época, presupone un cambio en el mundo, en sus instituciones y su sistema de creencias; creencias donde el hombre situaba su razón de ser, ya que “su matriz albergaba su tiempo biográfico”[6].
Todo acercamiento científico al pasado debe presentar, por ello, la comprensión del impacto de los acontecimientos pretéritos en el presente inmediato, material y espiritualmente. Ante la pretensión errónea de la “inmediatez del conocimiento”, que convierte nuestra realidad en un “siempre empezar” (y que nos hace esclavos del error), el intelecto humano vuelve a buscar en la Historia, una y otra vez, las respuestas a las cuestiones básicas, y actuales, de nuestra naturaleza, de nuestros errores, de nuestras posibilidades. 

En este proceso, la Historia vuelve a demostrar su naturaleza científica, empírica y epistemológicamente, buscando trazar esa línea capaz de unir las posibilidades del pasado y las posiciones del presente, a nivel individual o a nivel colectivo.
Ahora bien, parece ser que las viejas teorías y métodos de la tradición historiográfica no responden a los problemas emergentes y a las aspiraciones culturales de esta nueva generación. Frente a la especialización sectorial del conocimiento histórico, surge la aspiración a la síntesis; ante a un racionalismo interpretativo ajeno a los intereses y pensamientos puramente humanos, se vuelve la comprensión hacia el mito y la leyenda, el espíritu y la fe, la ideología y la propaganda como partes esenciales de nuestra antropología; en contra del mero dato cuantitativo, frío y deshumanizado, regresamos a la visión cualitativa de nuestra existencia[7]. Es decir, se vuelven los ojos hacia la realidad de la libertad del ser humano, en sus posibilidades y limitaciones. “De lo que se trata es- como bien señalaba Ramiro de Maeztu- de recordar con precisión lo que decíamos ayer, cuando teníamos algo que decir”; es decir, de recobrar nuestra “conciencia histórica”[8].

Así, este trabajo aborda una aproximación a la realidad singular de la Historia como disciplina científica; para ello pretende situar su objeto de estudio, aventurando una suerte de definición genérica, y determinar su lenguaje específico (historiografía), las claves y los modelos para su teorización (historiología).


 Todo trabajo de naturaleza teórica y metodológica sobre la Historia debe, en primer lugar, determinar sus bases como disciplina científica: su estatuto y su función. La entidad de la Historia como ciencia social y humana remite, en todo caso, al conjunto de métodos e ideas que permiten un conocimiento riguroso y empírico sobre el pasado desde el presente. Esta instrumentalidad del conocimiento histórico nos sitúa en el papel del mismo a la hora de responder las preguntas que cada generación realiza sobre su pasado, a la hora de conformar su propia “conciencia histórica”.
En este sentido es necesario apuntar una primera precisión. En cualquier ciencia, como la Historia, hay un punto de partida no sujeto al raciocinio físico-matemático. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva, que el respeto a la tradición o por cierto consenso intelectual. Así, no hay ciencia humana alguna, ni puede haberla, sin la aceptación previa de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comprobada de manera meramente cuantitativa. 
Hay un límite a la facultad crítica del hombre, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos  una claridad tan adecuada a la naturaleza del entendimiento humano: “las primeras verdades”[9]. Por ello, todo el edificio científico, por complicado que parezca, se apoya, como en piedras angulares, en unos cuantos principios que deben ser admitidos por si mismos. Estas primeras verdades científicas se aceptan por la razón, no porque sean demostrables, sino porque son ciertas; es decir, porque expresan la adecuación del entendimiento humano con la realidad.

Y los objetos son verdaderos, en este caso los “hechos históricos”, si tienen en la realidad la esencia, los atributos y las cualidades que corresponden a su idea típica preexistente. Las cosas son sólo conocidas mediante las ideas que de ellas nos formamos; es decir, con aquella verdad subjetiva que consiste en la conformidad de nuestro entendimiento con la razón. Ideas verdaderas, claridad en su comprensión y palabras adecuadas al concepto, son las condiciones esenciales una ciencia asentada sobre dogmas ciertos[10].

Estas “ideas claras” dan sentido a la Historia como ciencia. Son los fundamentos de su aparato metodológico y de sus pilares teóricos, y son el punto de partida para objetivar un pasado siempre diverso. Aparece así la Historia, mutatis mutandis, como una auténtica “maestra de la vida” (magistra vitae), pero no como una suerte de predicción del futuro, sino como una propedéutica que nos prepara para un presente convertido, cada segundo, en pasado inmediato. La ciencia histórica presenta, por ello,  una constitución científica sumamente singular dentro del campo de las ciencias sociales y humanas, así como un ascendiente común en la reconstrucción de la génesis y evolución del resto de categorías culturales y disciplinas científicas actuales (desde la Medicina al Derecho, pasando por las formas sociales, relacionales o económicas de nuestras sociedades).


La historia como “ciencia singular”.

 El historiador holandés Johan Huizinga [1872-1945] señalaba que la “historia es la forma espiritual con la que una cultura da cuenta de su pasado”. Frente a las fábulas míticas o las simples narraciones literarias, tan presentes en la transmisión del pasado, la Historia como disciplina científica presentaba una “forma espiritual”, signo de su singularidad, que superaba la distinción positivista entre “investigar la historia” (ciencia) y “escribir la historia” (historiografía)[11]. Ello explicaba que cada cultura, local o global, tenía que reputar su historia como verdadera en función de los postulados propios de su “conciencia cultural”, como grupo más o menos cohesionado, o refutarla al comprobar el valor relativo de sus mismas creaciones culturales.

 Aquí radica la singularidad de la ciencia histórica. Asimismo, Wilhelm Dilthey [1833-1911] distinguía entre las ciencias naturales y las “ciencias del espíritu”, donde se encontraba, lógicamente, la Historia. La “irracionalidad del mundo” histórico, con sus múltiples creaciones culturales, no podía ser medida con los esquemas de las ciencias naturales, ya “que su objeto nos es accesible mediante la actitud fundada en la conexión, de vidas, expresión y comprensión”[12].
Así pues, la cultura científica actual debe pretender la comprensión de la pluralidad de hechos históricos y de las formas de hacer la historia. Debe “rendir cuentas” de las creaciones culturales del pasado, exponentes del espíritu de un pueblo, de la “conciencia histórica” que es parte integrante de su cultura y que da sentido y significado; que “objetiva”, en suma, sus manifestaciones materiales y mentales (el componente “subjetivo”). Para ello, nada mejor que definir el punto epistemológico de partida (el concepto de la Historia), y alcanzar una provisional definición científica de su propia disciplina. Ésta es la primera tarea del trabajo del historiador.
  

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